La intersección entre género y discapacidad en la infancia: intervención en Trabajo Social desde un enfoque de Derechos Humanos
Aitana Areste y Alba Sánchez
Resumen
Las niñas con discapacidad se enfrentan a barreras sociales, culturales y estructurales que condicionan su autonomía y aumentan su vulnerabilidad a ser víctimas de diferentes formas de violencia, muchas de las cuales son silenciosas y quedan invisibilizadas en el ámbito familiar e institucional. La perspectiva interseccional nos permite comprender cómo la unión entre género, edad y discapacidad son variables específicas que se entrelazan entre sí y generan discriminaciones únicas que afectan a su desarrollo, participación y condicionan el ejercicio pleno de sus derechos. A pesar de ello, existe una notable falta de estudios que aborden esta triple discriminación de forma integral, lo que limita que se diseñe una respuesta específica. Desde el enfoque de Derechos Humanos, a las niñas con discapacidad se las reconoce como sujetas de derechos, exigiendo a los Estados e instituciones eliminar barreras, garantizar la accesibilidad universal y asegurar su protección integral. En este marco, desde el Trabajo Social la intervención debe ser centrada en la persona, participativa y basada en fortalezas, promoviendo autonomía progresiva, la prevención y detección temprana de todas las formas de violencia y la creación de apoyos individualizados, integrales y accesibles. La coordinación entre el ámbito familiar, institucional y comunitario resulta fundamental para un entorno en el que se asegure su protección, igualdad y empoderamiento.
Palabras clave: Interseccionalidad, Infancia, Género, Discapacidad, Derechos Humanos, Empoderamiento.
Introducción: la intersección del género-discapacidad en la infancia
Las niñas con discapacidad se enfrentan en su día a día a una combinación de barreras sociales, estructurales y culturales que limitan su autonomía y derechos básicos como niñas y como personas con discapacidad. La sobreprotección de la familia, la invisibilización de su situación e incluso su infantilización generan un contexto que, lejos de protegerlas, multiplica la exposición a la violencia y el abuso.
En el ámbito internacional, algunas investigaciones señalan que especialmente las niñas con discapacidad presentan un mayor riesgo de sufrir violencia y exclusión, si bien no contamos con datos concretos. UNICEF (2021) afirma que 240 millones de niños y niñas tienen discapacidad a nivel mundial, enfrentando diferentes desventajas y barreras a la hora de hacer sus derechos efectivos (nutrición, educación, salud, protección de violencia y explotación, etc.) en comparación a los niños y niñas sin discapacidad. Sin embargo, la mayoría de los informes no desagregan los datos por género, edad ni tipo de discapacidad, lo que dificulta que se analice correctamente la realidad concreta de las niñas con discapacidad. Esta falta de datos invisibiliza las experiencias particulares, impide que veamos la magnitud real del problema y limitan las intervenciones y políticas públicas. De esta manera, las investigaciones son insuficientes para que como profesionales podamos entender y abordar de una forma efectiva esta situación.
Comprender esta realidad implica que adoptemos una mirada interseccional. La interseccionalidad nos permite ver cómo diferentes factores sociales como el género, la orientación sexual, el origen, la clase social o la discapacidad actúan conjuntamente produciendo formas específicas de discriminación y desigualdad, concurriendo distintos estereotipos y condiciones sociales (López et al., 2022).
Diversas investigaciones evidencian que estas violencias son estructurales, persistentes a lo largo de todo su ciclo vital y profundamente condicionadas por estereotipos de género y capacitistas que refuerzan su dependencia, limitan su autonomía personal y aumentan su vulnerabilidad social (Fernández et al., 2024). Por ello, para abordar su situación es necesario incorporar el modelo interseccional al ser una herramienta imprescindible para su análisis.
Desde esta perspectiva, la experiencia de las niñas con discapacidad no puede entenderse únicamente desde una dimensión personal o individual, sino como el resultado de la interacción entre estereotipos y roles de género, normas restrictivas y estructuras sociales que limitan su participación y capacidad de decisión; lo que conlleva un impacto significativo a largo plazo en su desarrollo personal, tanto físico como psicológico, y en sus proyectos de vida (Calvacante, 2018).
Esta combinación de factores puede provocar aislamiento social, dificultades para defender sus derechos, baja autoestima o que interioricen discursos que las infantilizan y desvalorizan, hasta el punto de considerarse a sí mismas como «artículos defectuosos» al no cumplir con los estereotipos y roles de género impuestos a otras mujeres y ser condenadas a ser «niñas eternas» (López, 2007). No obstante, también se dan experiencias que muestran que enfrentarse a estos obstáculos puede impulsar procesos de empoderamiento, la construcción de redes de apoyo y la adquisición de roles sociales diversos (López, 2007).
Analizar estas intersecciones permite que identifiquemos no solo las vulnerabilidades específicas que atraviesan las niñas con discapacidad como la dependencia de otros para actividades básicas de vida diaria, la negación de los derechos humanos, la necesidad de ayuda física, un mayor aislamiento social y la falta de acceso a recursos de apoyo (López, 2007). Gracias a este enfoque podemos entender cómo la desigualdad que se ven obligadas a enfrentar se reproduce desde las instituciones, la política y los discursos (López et al., 2022).
Marco de Derechos Humanos
El enfoque de Derechos Humanos constituye el fundamento ético de cualquier intervención social dirigida a la infancia con discapacidad. Este planteamiento, presente en la teoría y la práctica profesional del Trabajo Social, orienta nuestra acción hacia la justicia social, la reducción de desigualdades y la ampliación de capacidades (Raya et al., 2018). Desde el Enfoque Basado en Derechos Humanos (EBDH), las niñas con discapacidad son reconocidas no como objetos de protección, sino como personas sujetas de derechos, con voz, agencia y legitimidad propia (Díaz, 2021).
La Convención sobre los Derechos del Niño (CDN, 1989) y la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (CDPD, 2006) consolidan este marco. La primera reconoce el derecho de todas las niñas a ser escuchadas, protegidas y respetadas, mientras que la segunda exige a los Estados eliminar barreras, garantizar la accesibilidad y combatir la discriminación. Estas desigualdades se agravan en niñas con discapacidad, quienes sufren formas específicas de violencia derivadas de la intersección entre género, discapacidad y minoría de edad, pudiendo serlo aún más con factores como la raza o la pobreza (Calvacante, 2018). Esto obliga a situar el género en el centro del enfoque de derechos (Angulo et al., 2015).
Esta intersección entre género y discapacidad en la infancia es un ámbito central para el Trabajo Social al ser una vulneración estructural; especialmente son las niñas con discapacidad quienes enfrentan mayores vulneraciones en ámbitos como la educación, la participación, la protección social o la prevención de violencia (Campoy, 2013). Entonces, tenemos que entender que la discapacidad es una construcción social que se basa en desigualdades que condicionan el desarrollo infantil, siendo la niñez una fase decisiva dado que define nuestra identidad y forma de entender el mundo (Alemán y García, 2008).
La CDN (1989) reconoce su derecho a disfrutar de una vida plena y decente, asegurando su dignidad (art. 23), lo que supone que avancemos hacia un modelo de intervención que deje atrás el asistencialismo y se asiente sobre los Derechos Humanos, modelo sobre el que también se asienta la CDPD (2006).
Es esencial que la dignidad y la autonomía y participación guíen cualquier marco normativo, y más en el caso de las niñas con discapacidad puesto que discapacidad no es sinónimo de dependencia, sino de situaciones que pueden necesitar de apoyos específicos y que deben de afrontarse desde el reconocimiento de capacidades y fortalezas (Munuera, 2013).
En definitiva, el marco de Derechos Humanos establece la obligación ética y jurídica de promover igualdad, participación, empoderamiento y protección de las niñas con discapacidad, atendiendo la intersección entre género, edad y diversidad funcional.
Intervención desde el Trabajo Social
La intervención del Trabajo Social con niñas con discapacidad debe basarse en la justicia social, el enfoque de derechos y una mirada interseccional que reconozca las desigualdades. Esto supone que como profesionales desarrollemos respuestas adaptadas, participativas y centradas en el empoderamiento. De esta forma, nuestra intervención se orienta a transformar injusticias y promover condiciones de vida dignas (Raya et al., 2018). En este panorama, no debemos dejar que la perspectiva de género siga siendo una asignatura pendiente, y mucho menos en este ámbito, considerando que las situaciones entre niños y niñas con discapacidad son diferentes. Tampoco debemos olvidar la accesibilidad universal, más allá de lo físico, incluyendo accesibilidad cognitiva, comunicativa y emocional.
Un eje esencial es la promoción de la autonomía y participación, teniendo en cuenta que las niñas enfrentan mayor acoso, aislamiento y sobreprotección (Campoy, 2013). Debemos fomentar el sentimiento de que son dueñas de sus decisiones, a través de un proceso de desarrollo de autoestima (Munuera, 2013). El Trabajo Social debe garantizar un espacio seguro y apoyos comunicativos y accesibles, de esta forma creamos un lugar en el que su voz es escuchada y validada, dejando a un lado estereotipos que las infantilizan o invisibilizan.
El enfoque basado en fortalezas nos demuestra que promover las capacidades implica valorar la identidad y reconocer habilidades que permiten construir autonomía, especialmente en entornos donde se cuestiona su capacidad (Angulo et al., 2015).
La intervención también debe ser participativa, centrada en la persona. Para asegurar que participen realmente, es importante ajustar la comunicación (Alemán y García, 2008) y utilizar herramientas accesibles como materiales de lectura fácil. La participación no solo es un derecho, sino una condición para la autonomía progresiva.
Además, es imprescindible trabajar la prevención y detección temprana de situaciones de vulnerabilidad. Las niñas con discapacidad están expuestas a violencia física y sexual siendo una problemática invisibilizada, lo que exige sistemas de protección sensibles a su realidad (Díaz, 2021) que garanticen su interés superior como menores de edad.
No podemos entender nuestra intervención si no la enmarcamos dentro del trabajo en red entre sistema educativo, sanitario, familiar y comunitario (Angulo et al., 2015). Las niñas con discapacidad presentan una situación que requiere de mayores apoyos, lo que exige acciones integrales y coordinadas entre la familia y las instituciones (Alemán y García, 2008). La familia resulta clave si bien las desigualdades estructurales pueden limitar su capacidad protectora (Fernández et al., 2023), por lo que nuestra misión radica en acompañar, fortalecer y compensar estas brechas.
En conjunto, la intervención desde el Trabajo Social debe ser centrada en la persona, participativa, accesible, con perspectiva de género y basada en fortalezas, orientada a proteger y empoderar a las niñas con discapacidad mientras transforma las estructuras que (re)producen desigualdad. Este enfoque integral materializa los principios de justicia social que definen nuestra profesión y garantiza el ejercicio de sus derechos como personas de discapacidad a la vez que como niñas.
Conclusiones
Con este análisis de las problemáticas y dificultades que viven las niñas con discapacidad, podemos evidenciar que viven una realidad silenciosa e invisibilizada. Muchas de las violencias que atraviesan permanecen ocultas en el seno familiar o institucional encubiertas tras la necesidad de apoyos para la realización de actividades básicas para la vida diaria, la falta de accesibilidad, el miedo a que su relato no sea creído o que sean infantilizadas. Todo ello dificulta que detectemos estas situaciones, perpetuando la impunidad, generando un entorno donde el abuso se normaliza o minimiza. Precisamente, nosotros/as como profesionales del Trabajo Social no debemos solo paliar las consecuencias derivadas de estas situaciones, sino denunciarlas, prevenirlas y combatirlas.
A pesar de la importancia de estas situaciones, la literatura y las investigaciones en el ámbito social muestran un vacío notable de estudios que aborden la intersección entre edad, género y discapacidad. La mayoría de los estudios se centran en el análisis de las experiencias que implica la discapacidad en personas adultas o en las desigualdades de género de forma general, dejando en gran medida olvidadas y relegadas las experiencias específicas de las niñas con discapacidad, las cuales viven situaciones muy diferentes a las de las mujeres y niños con diversidad funcional. El hecho de que se aborde la infancia con discapacidad sin considerar una perspectiva de género interseccional limita que entendamos la violencia que atraviesan estas niñas y dificulta que se creen políticas públicas e intervenciones adecuadas destinadas a dar una respuesta ajustada a sus necesidades. Visibilizar este vacío es esencial para comprender la dimensión de esta realidad y situar a las niñas con discapacidad como prioridad de investigación y protección para prevenir que se siga dando esta discriminación.
En conclusión, el enfoque de Derechos Humanos y la intervención del Trabajo Social implican la misma responsabilidad: garantizar que las niñas con discapacidad sean reconocidas como sujetas de derechos, con voz propia y capacidad de decidir. Debemos situar la dignidad, la igualdad y la participación como centro de cualquier actuación, traduciendo estos principios en acompañamiento, accesibilidad universal, perspectiva de género y promoción de sus fortalezas y capacidades. El reconocimiento de su agencia debe situarse en el centro de cualquier intervención, entendiendo la participación no como un añadido, sino como una condición para el ejercicio de sus derechos como ciudadanas desde la infancia. Con una intervención coordinada e interseccional es posible crear espacios donde su autonomía, protección y bienestar se desarrollen. Y por ello es urgente la creación de políticas públicas, formación profesional especializada y recursos suficientes que garanticen apoyos accesibles y entornos inclusivos.
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