GRIETAS EN LO NEOLIBERAL, POR UN MOMENTO IGUALITARISTA
Daniel Bernabé Marchena
“El que es incapaz de vivir en sociedad o el que no tiene necesidad porque tiene suficiente consigo mismo, debe de ser o una bestia o un dios”. Hace 2 300 años Aristóteles formulaba la imposibilidad de ser persona sin otras personas. El filósofo de la Grecia clásica dejaba constancia, con elegante sencillez no exenta de cierta ironía, que lo que nos hace humanos es el contacto con otros humanos, cómo lo que nos separa de bestias y dioses es, precisamente, el entramado de ese contacto: la sociedad.
En la sentencia, más que un descubrimiento, lo que parece hallarse es una constatación, una de esas obviedades que, sin embargo, requieren de ser enunciadas cada cierto tiempo. Cuando en 1987, la primera ministra del Reino Unido, Margaret Thatcher declara en una entrevista: “no existe tal cosa como la sociedad”, está en la cumbre de su mandato y el neoliberalismo empieza a configurarse como la ideología que dominará no sólo la economía, sino nuestra cultura y, paradójicamente, nuestra sociedad las siguientes décadas.
Thatcher, por cierto, deja estas palabras no en la Cámara de los Comunes, o en algún importante acto electoral, sino en Womans On, una revista de vida y estilo enfocada al público femenino: entender dónde se crean los sentidos comunes. La frase es la respuesta a una conversación imaginaria con un homeless que le pide cuentas por su situación. “El gobierno debe proporcionarme una vivienda”, a lo que Thatcher se contesta: “Ellos vuelcan sus problemas en la sociedad, ¿quién es la sociedad? No existe tal cosa. Sólo hay individuos, hombres, mujeres y sus familias. Ningún gobierno puede hacer nada excepto a través de las personas que primero se miren a sí mismas”.
El fragmento es un resumen de los principios rectores del neoliberalismo como sistema de dominación social: el solipsismo del poder enfrentándose al pobre, que no es producto de las desigualdades sistémicas, sino de su propia impericia individual. El falso diálogo sirve como escenografía en el que las clases medias, o mejor dicho, la clase trabajadora sin identidad, se verá alertada contra los vividores, parásitos del Estado, que vienen a arrebatarles lo que es suyo. La negación de la sociedad que realiza Thatcher, y de ahí en adelante cualquiera de sus discípulos, no es una postura filosófica, sino tan sólo una coartada.
En primer término, una excusa con la que eludir cualquier responsabilidad de las políticas que implementó, cuña de la desigualdad. Más allá, la negación de la sociedad es el hilo narrativo para dar cabida a una restauración victoriana a finales del siglo XX. La destrucción del pacto de posguerra, que respetaba la propiedad, pero introducía un fuerte carácter redistributivo desde lo público, tuvo que hacerse de manera gradual y, sobre todo, ocultando sus intenciones finales. Casi nadie, incluidos muchos conservadores, hubiera apostado por volver al dominio absolutista del mercado. Aún quedaba memoria de las consecuencias que desencadenó el caos financiero de principios de siglo XX: el advenimiento del fascismo y la II Guerra Mundial.
En el siglo XXI ya no contemplamos el neoliberalismo como una arbitrariedad económica, ni siquiera como un entramado de decisiones que han expandido el capitalismo desregulado a escala global, sino que nos resulta indistinguible de la propia vida. Dos peces jóvenes nadan en el mar y se encuentran con otro de más edad que les saluda ufano: “¿Cómo está el agua hoy, muchachos?” Ambos le responden cortésmente que bien, pero cuando se aleja uno le pregunta al otro: “¿Qué es el agua?” No existe explicación más sencilla sobre la hegemonía cultural que la que se expone en esta breve fábula. De la misma manera ha funcionado este sistema de dominación, tan contundente como seductor y adaptativo. El extremismo de los grandes propietarios camuflado en el consenso de la cotidianidad.
Salvo en sus crisis. Cualquier seducción, cualquier coartada, cualquier camuflaje es incapaz frente al estrépito de un edificio derrumbándose. Año 2008, Gran Recesión. Las tensiones acumuladas durante años hacen su aparición. El juego de casino no da para más y lo que era evidente, los límites de la acumulación especulativa, pasa a hacerse patente en una recesión inédita desde el Crack del 1929. Es entonces cuando surge una pregunta, formulada con urgencia y desesperación: ¿quién ha sido el responsable? Casi nadie recuerda ya a esa mujer británica que negaba la sociedad, pero casi todos necesitan de la sociedad para sentirse a resguardo de un sentimiento que no nos ha abandonado desde entonces: la incertidumbre.
Una mala noticia: más allá de los indicadores económicos, la crisis de ciclo largo ha venido para quedarse. De la Gran Recesión a la crisis de deuda soberana, de ahí una fuerte contestación social que llevó a impugnar gobiernos e incluso marcos institucionales: Primaveras Árabes, Occupy Wall Street, 15M, Grecia… Fue el Quinquenio del Descontento, donde se formularon tantas críticas y esperanzas como faltó concreción para señalar el mecanismo que nos había conducido al desastre. Del 2015 en adelante llegó el Brexit, el ascenso de la extrema derecha, Trump, el asalto al Capitolio para desembocar a una emergencia sanitaria de carácter global y una nueva guerra en suelo europeo. Todo tiene un hilo del que tirar, todo tiene antecedentes y consecuencias.
Una buena noticia: cualquier profesión que aporte estabilidad a una sociedad es más necesaria que nunca. El trabajo social no se establece en nuestra época tan sólo como una disciplina orientada al bienestar colectivo, sino como un nexo para que ese colectivo, tantas veces negado en el pasado, encuentre un asidero en el océano de la indeterminación. Mientras que acabamos de concluir si estamos en una época de cambios o en un cambio de época, el trabajo social debe servir como faro de derechos humanos ante los que aprovechan el desconcierto para cuestionarlos. El trabajo social es democracia en acción, la respuesta en un interludio donde ante la incógnita surge la tentación autoritaria.
Esta crisis de ciclo largo se encontró con una pandemia como punto de fuga inesperado, un giro de guión que hizo aún más patente, durante el inicio de nuestros años 20, lo que ya parecía un hecho evidente desde hacía al menos una década: todo lo que parecía estable entraba en turbulencias. Cuatro grietas de las que no debemos apartar la mirada si lo que queremos es poder comprender cómo seguir dando pasos adelante. Hay que trazar los mapas de la batalla mientras esta se libra, no hay antecedentes inmediatos en los que tantas incógnitas se den cita a la vez. Cuatro crisis para un cambio de época.
Crisis económica o cómo el capitalismo se devora a sí mismo. Crisis medioambiental o cómo nos hemos topado con los límites del planeta. Crisis cultural o cómo nuestras identidades se enfrentan en una atomización competitiva. Crisis de legitimidad de la democracia liberal o cómo se cuestiona la utilidad de lo que pasó demasiados años maniatado. Cada una de estas grietas tiene un epicentro común: lo neoliberal. Puede que tras la crisis vírica, y el decidido impulso que los Estados sintieron en todo el mundo, la doctrina del totalitarismo de mercado atraviese sus horas más bajas, pero sus efectos se dejan sentir ampliamente en nuestra sociedad que intenta, como en uno de esos gags de película muda, detener una brecha de agua en la pared para que, según se tapa un agujero, aparezcan otros dos.
No hay una respuesta concluyente, inmediata y definitiva a estas amenazas. Un cierto impulso igualitarista empieza a brotar, tímidamente, en la Península Ibérica y Latinoamérica. Una manera diferente de organizar lo público que no pone por delante, no al menos en todos los ámbitos, los deseos del mundo del dinero. Más allá debe existir una tarea, quizá menos visible, igual de importante, que pasará por fortalecer a individuos/as, familias y comunidades en sus nexos comunes, en su capacidad para tomar decisiones, en el acceso a los diferentes recursos y resortes de poder para que tengan la posibilidad de generar resistencias democráticas y nuevos modelos de convivencia.
Estocolmo, diciembre de 1957. “Cada generación, sin duda, se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no lo rehará. Pero su tarea quizás sea aún más grande. Consiste en impedir que el mundo se deshaga”. La frase fue pronunciada por Albert Camus como parte de su discurso de aceptación del Nobel. Hoy nos puede valer para entender, sin rodeos, qué es lo que tenemos por delante en unos años venideros que nos pueden deparar grandes esperanzas o enormes sinsabores. Para que otros creen en nuestro futuro inmediato algo inédito, nuestra labor consistirá en mantener el barco a flote. Un tiempo nuevo, no exento de peligros, pero también de posibilidades.